martes, 11 de agosto de 2009

El regreso de una encrucijada histórica

(Por Fabián Amico)

Fuga de capitales y clima de confianza. Los economistas ortodoxos tienen en su jerga ciertos vocablos emblemáticos: confianza, credibilidad, expectativas. En general, la confianza se entiende como una convicción de que la economía va a “andar bien”, que habrá crecimiento y estabilidad, sin cambios traumáticos, sin aceleración de la inflación, sin crisis externas.

Esta evolución real de la economía va impactando sobre las expectativas de los empresarios y va generando una cierta confianza acerca de que los aumentos del consumo y la producción multiplicarán las oportunidades para la inversión de capital, mediante la creación de nuevas empresas o ampliación de las existentes. Estos componentes de confianza y de expectativas positivas explican en buena medida las razones de que haya reinado entre los empresarios cierto “clima de confianza” en los últimos cinco años, al menos cuando se mide tal confianza en función de los significativos aumentos de la inversión registrados en el período.

En la visión del establishment (FMI, la ortodoxia local, etcétera), la confianza se entiende en un sentido unívoco: el gobierno debe llevar a la práctica el credo liberal ortodoxo. Hay que reducir al mínimo la intervención del Estado en la economía que, librada a sus propias fuerzas, alcanzará una óptima asignación de recursos. La reducción del papel del Estado se traducirá en un menor gasto público (porque su aparato será más chico). La liberalización creará un “shock” de confianza, atrayendo capitales, aumentando la inversión y propulsando el desarrollo económico. No es necesario recordar cómo termina esta historia.

Sin embargo, es interesante ver cómo funciona en la realidad la cuestión de la “confianza” y de las expectativas. A contramano de muchos economistas ortodoxos y aun heterodoxos, que sostienen que las expectativas empresarias son muy volátiles y caprichosas, sin vínculo específico con la dinámica real (la famosa inestabilidad de los “animal spirits”), tales expectativas en realidad parecen adaptarse bastante bien a la evolución real del entorno. Abba Lerner, un viejo exponente de la izquierda keynesiana, era concluyente: “…nada puede curar el optimismo como el hallazgo de que los productos no se venden, y nada es tan buena medicina para el pesimismo como el encontrar que las ventas y las ganancias son altas”. En suma, los empresarios forman sus expectativas proyectando hacia el futuro la situación real que contemplen en el presente. Si la actividad cae, sus expectativas serán negativas y la inversión y el empleo se reducirán.

Por caso, tras la crisis de 2001, el país se recuperó con recursos propios, logró fuertes superávit en el presupuesto y de balance de pagos. Ese fue un verdadero shock de confianza. Una de las consecuencias, fue la interrupción de la fuga de capitales, el aumento de la tasa de inversión, el crecimiento de las reservas internacionales del Banco Central y un notable ascenso de la producción y el empleo. A partir de 2006, sin embargo, la inflación y la puja distributiva comenzaron a mellar la confianza empresaria. Se intervino el Indec, algo que los bonistas consideraron un casi default, y un año después estalló abiertamente el conflicto por la resolución 125, con efectos nefastos sobre el nivel de actividad y en el crecimiento de los precios. Tras el conflicto se sumó la sequía más larga de la historia y la crisis internacional más importante desde los años 30, que determinaron menores cosechas y menor demanda internacional de los productos argentinos.

En el pasado cualquier encadenamiento de eventos como el descripto hubiera llevado a una profunda recesión económica, una crisis financiera y externa fenomenal y seguramente habría concluido con la caída del gobierno de turno. Pero todo sigue en su lugar. Es cierto que la economía entró en recesión, pero es más suave de la que se registró en otras etapas y mucho menos profunda de las que se están verificando en otros países del mundo y de la región. Sin embargo, en medio de la tormenta, con amenazas (económicas y políticas) en ciernes, resurge naturalmente la memoria de los frecuentes ciclos económico-políticos argentinos que derivaron en fuerte inestabilidad y crisis recurrentes. Esta inestabilidad suele originar “quiebres” que originan “desconfianza”, dando lugar al pesimismo y al fatalismo.

En este contexto complejo, el principal foco de riesgo actual es la fuga de capitales (la fuerte demanda de dólares para guardarlos “en el colchón” o para invertirlos en activos en el exterior). Esta fuga tiene varias consecuencias negativas. Entre ellas, la fundamental es que al disminuir la cantidad de divisas disponibles acentúa los límites al crecimiento futuro del empleo y del ingreso. Esta desconfianza se origina en una fuerte expectativa de devaluación futura. En los últimos dos años, se fugaron cerca de 40.000 millones de dólares, equivalentes a la totalidad del superávit del balance comercial. El régimen macroeconómico aún resiste, pero la situación es insostenible en el mediano y largo plazo. Aquí la economía argentina llega a una encrucijada dramática.

Los mismos economistas heterodoxos comienzan a sugerir que “es imprescindible volver a recuperar la confianza”. Para ello hay que remover -dicen- las causas que han contribuido a esa pérdida de confianza. Sugieren que hay que recuperar la competitividad mediante una devaluación cambiaria. La medida simplemente transformaría las expectativas de devaluación en realidad y asunto arreglado: crecerían las exportaciones, bajarían las importaciones y mejoraría el saldo de divisas. Ello desalentaría la fuga hacia el dólar y mejoraría la recaudación por retenciones, incluso permitiendo que la tasa del impuesto baje un poco como reclama la Mesa de Enlace. En este marco lo del Indec adquiere un claro sentido: solucionar el tema de las estadísticas públicas permitiría un regreso “moderado” al FMI. Frenkel, por caso, sugiere que “si mejoramos las estadísticas, como la situación fiscal no es para nada dramática y estamos mucho mejor que otros países, podríamos solicitar financiamiento como ya hicieron México, Brasil y Perú”.

La encrucijada es real. La restricción externa, de la cual surgen las expectativas de devaluación y las propuestas ortodoxas para superarla, es un dato de la realidad estructural argentina. Lo que ortodoxos y heterodoxos están proponiendo es “resolver” el problema de fuga de divisas a costa de la distribución y en buena medida del crecimiento futuro. Es realmente increíble que nadie hable de los efectos de la devaluación sobre el salario cuando se propone esta receta. La devaluación, en los términos planteados, resolvería el problema externo a costa de un menor salario real y con esto, presumiblemente, una menor demanda interna, más bajo nivel de actividad y caída de la recaudación. Obviamente, como en los años 90, eso restauraría la “confianza” con costos sociales y económicos de magnitud.

¿Se puede hacer otra cosa? Sí. Pero eso demandaría un quiebre en el frente empresario entre los industriales y el sector agropecuario. De ese modo podría plantearse como salida genuina a esta encrucijada una “devaluación compensada” que anule (o minimice) los efectos inflacionarios y el deterioro de la distribución del ingreso y de la demanda interna, causados por la depreciación de la moneda. Esta propuesta admite distintas variantes, como una devaluación compensada con reducciones de los aranceles (para bajar el costo importado y que no produzca inflación), una devaluación compensada con menores impuestos netos a la población o directamente acompañada con subsidios directos a la población de menores ingresos, siempre sosteniendo los niveles actuales de retenciones. Algo de este menú se aplicó de hecho en el 2002. Y funcionó exitosamente: aumentó la producción y el empleo, bajó la pobreza y subió la inversión. Este sería el único modo de resolver positivamente esta vieja encrucijada de la economía argentina.

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